DIEGO ROVÉS / Madrid
Si bien es verdad que el período de colonización portugués no fue demasiado largo -apenas siglo y medio desde 1511 hasta que les fue arrebatada por los holandeses- y los restos arquitectónicos de la época muy escasos, el país luso dejó una gran huella en Malaca.
Tanto es así que algunos de sus habitantes aún hablan con orgullo el kristang, una lengua criolla mezcla de portugués arcaico y malayo.
Los nostálgicos pueden acercarse al Medan Portugis, un barrio costero de las afueras donde residen los descendientes de los colonos portugueses.
La arquitectura del barrio recuerda vagamente a la del país europeo y algunos restaurantes ofrecen especialidades de bacalao a la moda de Lisboa.
El lugar no tiene mucho de interés; pero es cierto que al asomarse a sus aguas tranquilas parece adivinarse por un momento el sonido lejano de un fado.
Nostalgias aparte, Malaca es actualmente una ciudad que vive del turismo. Y su calle Jonkers (ahora llamada Jalan Hang Jebat) es, sin duda, la más famosa de todas. Como corresponde a su origen, muestra todavía edificios antiguos con sabor holandés y los domingos se celebra aquí un mercadillo.
Chinatown, el barrio chino, también es un buen lugar para callejear en busca de artículos curiosos, como linternas doradas y rojas, ungüentos ceremoniales, o las multicolores zapatillas bordadas, tradicionales de las mujeres chinas.
Si la jornada se alarga, en una de sus calles más concurridas, Tun Tan Cheng Lock, el restaurante Peranakan ofrece especialidades baba-nonya en un local que merece la pena visitar sin prisas sólo por esperar mesa en su espectacular vestíbulo, con cama de opio incluida.
Un poco más adelante, en la otra acera, un edificio del siglo XIX alberga todo un Museo del Patrimonio Baba-nonya. Conocidos también como peranakan (literalmente ‘media casta' en malayo), forman una comunidad única de Malaca.
Descendientes de chinos (baba) que llegaron desde el siglo XVI y se casaron con mujeres malayas (nonya), conservan una fascinante mezcla de tradiciones y culturas, entre las que se incluye un dialecto propio.
Pero lo más interesante de Chinatown son sus templos. El más antiguo del país, el de Cheng Hoon Teng, sorprende por el colorido de sus tallas y las ofrendas de incienso y frutas a los seres queridos que ya no están; y uno se siente enseguida imbuido del ambiente general de respeto y veneración.
Callejeando despacio, el viajero disfruta de los detalles, que en la arquitectura del barrio chino son abundantes.
Tejados con remates imposibles, dragones pintados en molduras de yeso, mosaicos de azulejos y fachadas con sus características contraventanas de colores.
Dicen que el nombre de Malaca se debe a un príncipe hindú, que le dio a la villa el mismo nombre que a un árbol que abundaba en la zona. Lo cierto es que aquel pequeño puerto pesquero se convirtió en 1400 en la capital del primer sultanato malayo. La mezcla de culturas arranca precisamente de esa época.
Hoy su imagen en mármol recibe a los turistas que se acercan a visitarla y a contemplar la vista impresionante de la ciudad. Pero el mar está ahora un poco más lejos. Durante la última década del siglo XX se le ganaron terrenos para la nueva ciudad en expansión. Una nueva Malaca que se adivina también dibujada de colores.
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